Tal
vez en muchas ocasiones, cuando algo se termina, uno se queda con la sensación
de que hay algo más por hacer, que quizás todavía nos quedan algunas cosas que
salvar o rescatar.
Añoramos tanto eso que vivimos que queremos que no concluya.
Buscamos las mil formas, pensamos constantemente, creamos mil salidas hasta que
por fin un día nos damos cuenta de que realmente esa etapa, esa relación, ese acto o eso
que deseamos se terminó. Y es ahí cuando nos invade la sensación de dolor. Ese dolor intenso
que te llega al medio del alma, que nos pide a gritos al oído que des vuelta la
página, que sigas con tu vida porque así no podes más.
Hacemos nuestro duelo. Ese período en el que no encontrás el rumbo de tu vida. Te sentís perdida, sin
salida. En lo único que podes pensar es en lo que podrías haber hecho y no
hiciste para retener ese pasado. Y nos invaden las culpas, pensando, podría
haber sido diferente si no hubiese hecho esto. Pero, ¿de qué nos sirve la
culpa? El pasado no se puede cambiar, lo hecho... hecho está y no hay nada más
que hacer, más que tratar de no hacerlo una próxima vez.
Y así es como cerramos
un capítulo más de nuestra historia, cerramos la puerta de una memoria y nos
aferramos a la idea de que otra posibilidad u otra oportunidad se abrirán para
nosotros.